Francisco Franco asumió el título de Generalísimo en 1936, durante la Guerra Civil, para marcar su autoridad absoluta sobre las fuerzas nacionales. No se trataba de un culto personal al estilo tropical ni de una coreografía de masas al modo comunista: en España, la etiqueta se usó con sobriedad oficial y pragmatismo político, como firma de mando y jerarquía.
Al otro lado de Europa, en 1945, Iósif Stalin recibió también el rango de Generalísimo de la Unión Soviética (Генералиссимус Советского Союза), según el Указ Президиума Верховного Совета СССР от 26.06.1945 y el Указ от 27.06.1945 que formalmente se lo otorgó. Pero el georgiano, que nunca fue militar de carrera, apenas lo lució. Tal vez por instinto, tal vez por cálculo, evitó rivalizar simbólicamente con un título que en el imaginario europeo ya llevaba ventaja… y dueño. Stalin prefirió dejarlo caer, volviendo a ser mariscal o simplemente “camarada Stalin”.
El resultado fue claro: Franco se quedó en exclusiva con el tratamiento. Sin disparar un tiro y sin mover una ficha diplomática, ganó una pequeña guerra de símbolos. Stalin había hecho retroceder a Hitler, a Japón… y a medio mundo, pero frente al “Generalísimo” español optó por no entrar en combate.