Enrique Simonet: del realismo académico a la emoción taurina
Enrique Simonet Lombardo nació en Valencia el 2 de febrero de 1866, aunque sus raíces y su carrera lo llevaron a distintas ciudades a lo largo de su vida. Hijo de un funcionario del Estado, su destino parecía ligado a una carrera estable, pero desde joven mostró inclinación por el arte. Incluso llegó a considerar la vocación eclesiástica, pero finalmente la abandonó para entregarse a la pintura.
El barbero del zoco
Se formó en la Escuela de Bellas Artes de San Carlos de Valencia y, poco después, en Málaga, bajo la tutela de Bernardo Ferrándiz. En esos primeros años destacó con escenas costumbristas y religiosas, como La primera misa y El tropezón en el coro, con una clara influencia de su maestro. Su talento pronto llamó la atención, y en 1887 decidió emprender viaje a Roma, donde la gran tradición artística italiana serviría para afianzar su estilo.
Danza de los velos
Un pintor en Roma y el éxito internacional
En Italia, Simonet no solo perfeccionó su técnica, sino que logró una plaza de pensionado en la Academia Española de Roma en 1889. Allí pintó una de sus obras más impactantes, ¡Y tenía corazón! (1890), un cuadro que representa con un realismo descarnado la autopsia de un cadáver. Esta pintura, además de ser un alarde de su destreza técnica, le otorgó reconocimiento inmediato.
Poco después, realizó un viaje por el Mediterráneo oriental, con una estancia clave en Jerusalén, donde tomó apuntes para lo que sería Flevit super illam (1892), una conmovedora visión de Cristo llorando sobre la ciudad. La obra obtuvo premios en exposiciones de Madrid, Chicago, Barcelona y París, consolidando su reputación a nivel internacional.
La aventura en Marruecos y el orientalismo
Entre 1893 y 1897, Simonet se apartó momentáneamente de la pintura histórica para ejercer como corresponsal gráfico de guerra en Marruecos para La Ilustración Española y Americana. Allí capturó escenas de la vida cotidiana y del conflicto en Melilla, con ilustraciones que transmitían la crudeza y el exotismo del mundo norteafricano. Esta etapa influyó en su producción posterior, con obras como Cabeza de Moro, que reflejan el interés por el orientalismo tan de moda en la época.
Una autopsia
Consagración y pintura decorativa
En 1901 consiguió la cátedra de Estudios de Formas de la Naturaleza y el Arte en la Escuela de Bellas Artes de Barcelona, donde residió durante una década. Allí trabajó en encargos importantes, como las Alegorías del Derecho para el Palacio de Justicia de Barcelona y El Juicio de París (1904), que le valió la Orden de Alfonso XII.
Más tarde, en 1911, se trasladó a Madrid como catedrático en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. Entre 1921 y 1922 dirigió la Residencia de El Paular para paisajistas y en 1924 participó en la decoración del Palacio de Justicia de Madrid con sus Alegorías de las Provincias. Durante estos años, su prestigio como pintor académico se consolidó, combinando encargos oficiales con su obra personal.
Flevit super illam, Jesucristo llora sobre Jerusalén
El toro en la obra de Simonet
Aunque Simonet es recordado principalmente por su pintura de historia y su labor decorativa, la tauromaquia también encontró un hueco en su producción artística. Su interés por la fiesta de los toros no fue casual: el espectáculo de la lidia le ofrecía una oportunidad única para jugar con el movimiento, la luz y la intensidad del color.
La suerte de varas
No fue un pintor taurino en el sentido estricto, pero en sus lienzos supo captar la esencia de la plaza, el dramatismo del enfrentamiento y la expectación del público. Sus escenas taurinas no solo muestran la técnica depurada que lo caracterizaba, sino que transmiten la solemnidad y la tensión del ritual, con una mirada más cercana al academicismo que a la espontaneidad de otros pintores de la época.
El quite
Un legado de pinceladas firmes
Simonet falleció en Madrid el 20 de abril de 1927, dejando tras de sí una obra que combinó el rigor académico con una notable versatilidad temática. Su autorretrato, conservado en el Museo del Prado, es una prueba de su maestría, aunque su mayor legado sigue siendo su capacidad para plasmar escenas con un dramatismo vibrante y un dominio absoluto de la técnica.
A día de hoy, su obra sigue siendo objeto de estudio y reconocimiento, tanto por sus grandes lienzos históricos como por sus incursiones en la pintura taurina, que lo conectan con la tradición artística española.
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