Andrés Parladé y Heredia: Conde, pintor, senador y custodio de la historia andaluza
Nacido en Málaga el 1 de junio de 1859, Andrés Parladé y Heredia creció en un entorno de privilegio y refinamiento. Hijo del II conde de Aguiar, Andrés Parladé y Sánchez de Quirós, y de María de Heredia y Livermoore, su destino estuvo marcado desde la cuna por el cruce de dos caminos: el arte y la responsabilidad social. Fue bautizado el 2 de julio en la iglesia de San Juan, dato que subraya el arraigo familiar en la ciudad.
Desde joven manifestó inclinaciones artísticas que lo llevaron a formarse con el pintor José Moreno Carbonero en Málaga, quien le inculcó la importancia del dibujo como base de toda expresión pictórica. Aunque cursó también estudios de Derecho en Sevilla, fue el arte quien acabó ganando la batalla. En 1882 tomó una decisión crucial: trasladarse a París, donde ingresó en la École des Beaux-Arts y trabajó bajo la tutela del prestigioso Léon Bonnat. Años después, su búsqueda de clasicismo lo llevó a Roma, donde residió hasta 1891.
Autoretrato vestido de cazador Andrés Parladé y Heredia
Al volver a Sevilla, ciudad en la que viviría hasta su muerte, Parladé inició una etapa artística sólida y cada vez más personal. Su pintura, de técnica depurada y gusto tradicional, pasó de abordar temas históricos —como su célebre "Batalla de Pavía"— a centrarse en escenas costumbristas, retratos, y representaciones de animales, sobre todo caballos, toros y perros. No fue un innovador, pero sí un cronista visual de la Andalucía aristocrática. En sus lienzos, la tauromaquia y la caza adquieren un aura casi litúrgica.
Participó en numerosas exposiciones internacionales, destacando las de Londres (1888), Berlín (1890), París (1899) y San Francisco (1915). Su obra fue apreciada por la crítica de su tiempo, aunque más por su solidez que por su audacia. Entre sus retratos, destaca el autorretrato conservado en el Museo de Málaga, pieza de introspección contenida y composición sobria. Otras de sus obras figuran en el Museo de Bellas Artes de Sevilla y en colecciones privadas.
Carrera de caballos Andrés Parladé
Fue nombrado académico en 1902 por la Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría, un reconocimiento que certificaba su integración en la élite cultural andaluza. Al morir su padre en 1903, heredó el título de III conde de Aguiar. Su figura, ya distinguida en el mundo del arte, entró también en la arena política: en 1909 fue elegido senador por la provincia de Sevilla.
Su amor por la historia no se limitó al arte. En 1919 asumió la dirección de las excavaciones arqueológicas de Itálica, uno de los yacimientos romanos más importantes de Hispania. Desde su rol, impulsó trabajos sistemáticos y promovió la protección del patrimonio histórico, en un tiempo donde la arqueología era aún terreno de eruditos apasionados, más que de científicos organizados.
Estaba casado con María de la Candelaria Alvear Gómez de la Cortina, hija de los condes de la Cortina. No tuvieron descendencia directa. Residieron en la conocida Casa Guardiola de Sevilla, que fue durante años punto de encuentro de artistas, intelectuales y figuras de la vida pública. En sus últimos años, Parladé retrató a familiares y empleados domésticos con atuendos del siglo XVII, como si tratara de anclar en el tiempo la dignidad de cada uno de ellos.
Escena con perros Andrés Parladé y Heredia
Murió en Sevilla el 8 de octubre de 1933, a los 74 años. Su vida —dividida entre el pincel, la tribuna política y el legado arqueológico— habla de una España que se debatía entre la modernidad y el peso de la tradición. Andrés Parladé no fue un revolucionario, pero sí un testigo lúcido de su época. Su legado, sólido y sobrio, sigue aportando capas de lectura sobre lo que fue —y aún es— el alma aristocrática del sur peninsular.
Tauromaquia: pintura de sangre noble y arena ritual
La relación de Andrés Parladé y Heredia con la tauromaquia no fue superficial ni decorativa: fue una alianza vital, casi genética, entre su linaje aristocrático y el rito ancestral del toreo. Como buen andaluz de cuna y conde de herencia, Parladé entendía la corrida no solo como espectáculo, sino como representación simbólica del orden natural, de la jerarquía estética y del valor medido.
En sus lienzos, el toro aparece con la dignidad que merecen los protagonistas. No lo reduce a animalidad ni lo convierte en mero fondo escénico. Lo estudia, lo respeta y lo representa con la misma atención que concede al caballo, figura con la que comparte nobleza, musculatura y misterio. Muchos de sus cuadros taurinos son ejercicios de admiración silenciosa: el paseíllo, el descanso en los chiqueros, la tensión del burladero, la quietud antes de la embestida.
Señorita bailando para su gato Andrés Parladé y Heredia
Parladé no buscaba el dramatismo fácil de la cogida ni la teatralidad sangrienta del momento final. Su ojo estaba más cerca del rito que del grito. Pintaba la liturgia, no el estruendo. Su tauromaquia es una tauromaquia pensada: escenas que invitan a contemplar, no a celebrar. Algunos críticos señalan que, en su caso, pintar una corrida era como componer una misa.
Su cercanía a los círculos ganaderos y taurinos de Sevilla le permitió acceder a ambientes cerrados y momentos íntimos. Supo retratar la espera del toro, el silencio del caballo, el temple del picador. No es casualidad que algunos de sus estudios de animales hayan sido utilizados por ganaderos como referencia visual en una época en la que la fotografía aún no había tomado el control del archivo.
El picador Andrés Parladé y Heredia
No fue solo un aficionado distinguido, sino un intérprete plástico del toreo. Sus cuadros sirvieron para afirmar que la tauromaquia podía ser un género mayor dentro de la pintura seria, y no solo un motivo folklórico. En este sentido, Parladé está más cerca de Goya o Fortuny que de los pintores de postales o cromos.
En la historia del arte taurino, su nombre figura con el peso sobrio de quien entendía que pintar un toro bravo era también pintar una parte profunda del alma andaluza. Una pintura que, como la lidia misma, no se grita: se observa, se mide y se honra.
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Andrés Parladé. Tauromaquia: pintura de sangre noble y arena ritual
Tauromaquia: pintura de sangre noble y arena ritual
La relación de Andrés Parladé y Heredia con la tauromaquia no fue superficial ni decorativa: fue una alianza vital, casi genética, entre su linaje aristocrático y el rito ancestral del toreo. Como buen andaluz de cuna y conde de herencia, Parladé entendía la corrida no solo como espectáculo, sino como representación simbólica del orden natural, de la jerarquía estética y del valor medido.
Retrato del torero Olmedito, por Andrés Parladé En sus lienzos, el toro aparece con la dignidad que merecen los protagonistas. No lo reduce a animalidad ni lo convierte en mero fondo escénico. Lo estudia, lo respeta y lo representa con la misma atención que concede al caballo, figura con la que comparte nobleza, musculatura y misterio. Muchos de sus cuadros taurinos son ejercicios de admiración silenciosa: el paseíllo, el descanso en los chiqueros, la tensión del burladero, la quietud antes de la embestida.
Tres toreros Andrés Parladé y Heredia Parladé no buscaba el dramatismo fácil de la cogida ni la teatralidad sangrienta del momento final. Su ojo estaba más cerca del rito que del grito. Pintaba la liturgia, no el estruendo. Su tauromaquia es una tauromaquia pensada: escenas que invitan a contemplar, no a celebrar. Algunos críticos señalan que, en su caso, pintar una corrida era como componer una misa.
Su cercanía a los círculos ganaderos y taurinos de Sevilla le permitió acceder a ambientes cerrados y momentos íntimos. Supo retratar la espera del toro, el silencio del caballo, el temple del picador. No es casualidad que algunos de sus estudios de animales hayan sido utilizados por ganaderos como referencia visual en una época en la que la fotografía aún no había tomado el control del archivo.
Museo d'Orsay, París Andrés Parladé y Heredia No fue solo un aficionado distinguido, sino un intérprete plástico del toreo. Sus cuadros sirvieron para afirmar que la tauromaquia podía ser un género mayor dentro de la pintura seria, y no solo un motivo folklórico. En este sentido, Parladé está más cerca de Goya o Fortuny que de los pintores de postales o cromos.
En la historia del arte taurino, su nombre figura con el peso sobrio de quien entendía que pintar un toro bravo era también pintar una parte profunda del alma andaluza. Una pintura que, como la lidia misma, no se grita: se observa, se mide y se honra.
La relación de Andrés Parladé y Heredia con la tauromaquia no fue superficial ni decorativa: fue una alianza vital, casi genética, entre su linaje aristocrático y el rito ancestral del toreo. Como buen andaluz de cuna y conde de herencia, Parladé entendía la corrida no solo como espectáculo, sino como representación simbólica del orden natural, de la jerarquía estética y del valor medido.
Retrato del torero Olmedito, por Andrés Parladé En sus lienzos, el toro aparece con la dignidad que merecen los protagonistas. No lo reduce a animalidad ni lo convierte en mero fondo escénico. Lo estudia, lo respeta y lo representa con la misma atención que concede al caballo, figura con la que comparte nobleza, musculatura y misterio. Muchos de sus cuadros taurinos son ejercicios de admiración silenciosa: el paseíllo, el descanso en los chiqueros, la tensión del burladero, la quietud antes de la embestida.
Tres toreros Andrés Parladé y Heredia Parladé no buscaba el dramatismo fácil de la cogida ni la teatralidad sangrienta del momento final. Su ojo estaba más cerca del rito que del grito. Pintaba la liturgia, no el estruendo. Su tauromaquia es una tauromaquia pensada: escenas que invitan a contemplar, no a celebrar. Algunos críticos señalan que, en su caso, pintar una corrida era como componer una misa.
Su cercanía a los círculos ganaderos y taurinos de Sevilla le permitió acceder a ambientes cerrados y momentos íntimos. Supo retratar la espera del toro, el silencio del caballo, el temple del picador. No es casualidad que algunos de sus estudios de animales hayan sido utilizados por ganaderos como referencia visual en una época en la que la fotografía aún no había tomado el control del archivo.
Museo d'Orsay, París Andrés Parladé y Heredia No fue solo un aficionado distinguido, sino un intérprete plástico del toreo. Sus cuadros sirvieron para afirmar que la tauromaquia podía ser un género mayor dentro de la pintura seria, y no solo un motivo folklórico. En este sentido, Parladé está más cerca de Goya o Fortuny que de los pintores de postales o cromos.
En la historia del arte taurino, su nombre figura con el peso sobrio de quien entendía que pintar un toro bravo era también pintar una parte profunda del alma andaluza. Una pintura que, como la lidia misma, no se grita: se observa, se mide y se honra.
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