Inglaterra devolvió el apoyo que España había dado a la independencia de los Estados Unidos volcándose en favor de las nuevas repúblicas hispanoamericanas. Pero los ingleses hicieron algo más: arruinaron, gracias a sus espías y su poder financiero, a los flamantes Estados, arramplando con su oro y atándolos con préstamos leoninos.
Para conseguir sus fines perversos, desde México hasta la Patagonia se multiplicaban comerciantes, soldados y oficiales licenciados tras la derrota de Napoleón, aventureros y diplomáticos. ¿Podía alguien no sospechar de todos ellos, voluntarios o forzados, como agentes de una potencia que sabía jugar al ajedrez mundial? Y en ese tablero, surge la pregunta incómoda: ¿de qué lado estaba Manuela Sáenz?
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Manuela Sáenz Aizpuru, quiteña nacida en 1797, pasó a la historia como la “Libertadora del Libertador”. Fue amante y compañera inseparable de Simón Bolívar desde 1822, lo acompañó en campañas, organizó logística militar y le salvó la vida durante la Conspiración Septembrina de 1828 en Bogotá. Ese gesto heroico la colocó en el panteón de la independencia. Sin embargo, no faltaron voces que, aprovechando su matrimonio previo con el inglés James Thorne y su cercanía a círculos británicos en Quito, sembraron la duda de si su lealtad era solo hacia Bolívar… o también hacia Londres.
Los ingleses en todas partes
La sospecha no era gratuita. Tras Waterloo, centenares de veteranos británicos desembarcaron en Hispanoamérica, enrolados en las Legiones extranjeras o convertidos en aventureros a sueldo de la fortuna. Al mismo tiempo, comerciantes ingleses inundaban los puertos con manufacturas, banqueros londinenses imponían empréstitos a intereses desorbitados y diplomáticos alentaban logias masónicas con enorme peso en la política.
Inglaterra buscaba abrir mercados y asegurarse materias primas: necesitaba aliados y ojos en cada rincón. En ese clima, todo inglés —y quien tratara con ellos— quedaba bajo sospecha. A ello se sumaba el recuerdo reciente de la guerra contra Napoleón en suelo español, donde los “aliados ingleses” habían dado rienda suelta a saqueos y excesos, arrasando pueblos y ciudades. Esos mismos soldados llegaron luego a Hispanoamérica con la codicia del oro brillando en sus ojos.
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Los testimonios de la época coinciden en algo: la entrega personal de Manuela a Bolívar. Se jugó la vida por él, lo defendió contra enemigos internos y externos, y aceptó el exilio tras su muerte en 1830. Eso no borra el hecho de que sus vínculos iniciales con la comunidad británica permitieran especulaciones sobre un supuesto papel como intermediaria. Tal vez fue simplemente víctima de la rumorología política, tal vez no. Lo cierto es que su figura se balancea entre la devoción romántica y la incógnita histórica, encarnando la tensión entre la independencia soñada y la dependencia real que Inglaterra supo imponer.
El ocaso de Manuela
Manuela Sáenz murió en 1856, exiliada en el puerto peruano de Paita, lejos de la gloria que había compartido con Bolívar. Vivió sus últimos años entre recuerdos, cartas y una pobreza digna, sostenida apenas por la venta de dulces y tabaco. La mujer que había salvado la vida del Libertador y desafiado a presidentes terminó arrinconada por la política y olvidada por las nuevas repúblicas. Utilizada por unos, despreciada por otros, su concurso ya no fue necesario.
Su destino refleja con crudeza la paradoja de aquellas independencias: mientras Inglaterra ataba a las repúblicas con deudas y se llevaba su oro, figuras como Manuela quedaban al margen, convertidas en incómodos testigos de un sueño traicionado.
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