Nacido el 21 de junio de 1890 en el barrio de Nonoalco, Ciudad de México, Luis Freg Castro creció en el seno de una familia humilde, pero forjada en la honradez y el esfuerzo. Fue el primogénito de una dinastía que acabaría marcando la historia taurina de México: los Freg. Desde niño sintió fascinación por las imágenes de toreros que aparecían en la revista Sol y Sombra; aquellas fotografías —de gestos serios y miradas firmes— lo impulsaron a imitar con trapos las suertes del toreo en los patios de Tacuba, donde ya lo apodaban “Don Valor” por su carácter decidido.
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Sin apoyo económico ni maestros formales, Freg se hizo torero a fuerza de coraje. A los 18 años era ya conocido como estoqueador en los ruedos mexicanos, aunque todavía sin vestir de luces. Su debut como novillero tuvo lugar el 26 de diciembre de 1909 en la plaza de Mixcoac, alternando con Ricardo Ortiz y Lorenzo Gutiérrez. Apenas unos meses después, el 3 de abril de 1910, se presentó en la monumental plaza El Toreo de la Ciudad de México, donde su valentía le granjeó un lugar en los carteles principales.
Pertenecía a una familia de toreros: su hermano Alfredo Freg fue un destacado subalterno, Salvador Freg —a quien Luis dio la alternativa en Barcelona el 12 de junio de 1921— alcanzó fama propia, y Miguel Freg, el menor, murió trágicamente corneado en Madrid en 1925. Un primo, Rafael Romero Freg, sería el inventor del lance fregolina. En todos ellos palpitaba la misma sangre de toro y fatalidad.
Carrera: la epopeya de un hombre de hierro
Fue protagonista de gestas que marcaron época. El 12 de marzo de 1911 —según otras fuentes, el 26 de febrero— realizó la primera encerrona completa de un torero mexicano: seis toros de Piedras Negras en solitario, en El Toreo. Y el 26 de noviembre de 1914, en Algeciras, cortó el primer rabo concedido a un mexicano en España, con toros de González Nandín, alternando con Juan Belmonte y José Gárate “Limeño”.
Su vida fue una sucesión de cicatrices: más de setenta cornadas documentadas —otras fuentes hablan de ciento dieciocho— y un cuerpo atravesado por el acero y la gloria. En Sevilla (1912) sufrió una cornada abdominal de Gamero Cívico; en El Toreo (1922), otra de San Nicolás Peralta; y en Madrid (1923), una en el pecho por el toro “Pescador” de Herederos de Esteban Hernández. En seis ocasiones recibió los Santos Sacramentos, pero siempre volvió a la plaza.
El 6 de junio de 1918 hizo historia como el primer torero del mundo en viajar en avión para cumplir un compromiso, volando de Barcelona a Palma de Mallorca. Toreó en México, España, Francia, Perú y Guatemala, compartiendo carteles con Rodolfo Gaona, Juan Silveti, Joselito el Gallo, Belmonte, Ignacio Sánchez Mejías y Armillita Chico. El 23 de junio de 1931 organizó en Barcelona una corrida con tres toreros mexicanos —Armillita, Pepe Ortiz y Alberto Balderas—, de la que salió en hombros tras cortar orejas.
Su estilo, sobrio pero eficaz, carecía de adornos superfluos: la suya era una tauromaquia de entrega y riesgo, centrada en la estocada recta, a volapié, con un temple seco y varonil. Era la expresión más pura del valor, sin concesiones al lucimiento.
El 4 de noviembre de 1934 toreó su última corrida en Ciudad del Carmen (Campeche), un festejo mixto con el novillero Ignacio González “Armillita IV”. Seis días después, el 10 de noviembre de 1934, durante una excursión en barca por la laguna del Carmen, en el río Palizada, la embarcación naufragó con dieciséis personas a bordo. Freg, experto nadador, se lanzó al agua para rescatar a dos niños, pero el peso de los pequeños lo arrastró al fondo. Murieron con él catorce personas, entre ellas el propio Armillita IV y el banderillero “Juanillo”.
Tenía cuarenta y cuatro años. Su muerte fue recibida en México y España con duelo y admiración: moría el torero que había hecho de la vida una lidia permanente, que se jugó el alma por otros, como tantas veces lo hiciera en la arena.
Legado: de la sangre al mito
Luis Freg Castro encarna la primera gran epopeya taurina mexicana. Su ejemplo abrió el camino a generaciones de toreros que cruzaron el Atlántico para medirse con los más grandes. Fue el estandarte de una raza que no se mide por la estética sino por la entrega.
Su apodo de “Don Valor” no fue un título: fue una definición moral. Murió como vivió, enfrentando la muerte sin miedo, haciendo de la tauromaquia no un arte decorativo, sino una forma de dignidad. Por eso la historia lo recuerda también como “El Mártir de Tacuba”, símbolo de la bravura mexicana y del valor que no admite términos medios.
En cada toro que se mata a volapié, en cada torero que vuelve a la plaza tras una cornada, hay algo de su espíritu. Luis Freg Castro fue, y sigue siendo, el nombre que México entregó al mundo para probar que el valor también puede tener rostro humano.
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