Lorca y los toros: la corrida como drama religioso y liturgia trágica
Publicado: Mar Jul 15, 2025 5:14 pm
Lorca y los toros: la corrida como drama religioso y liturgia trágica
Entre las múltiples aproximaciones culturales a la tauromaquia, pocas han alcanzado la densidad simbólica y poética que ofreció Federico García Lorca. En su ensayo Teoría y juego del duende, el poeta granadino no dudó en afirmar que los toros constituyen “la fiesta más culta que hay hoy en el mundo”, y se refirió a la corrida como un drama religioso. Para Lorca, el toreo no era un espectáculo superficial ni una forma de ocio vulgar, sino una liturgia pagana, cargada de misterio, belleza y destino.
Esa visión lorquiana —ni folclórica ni decorativa— sitúa la corrida en el plano del rito. Cada pase es un gesto que encarna vida y muerte; cada faena, una ceremonia que invoca al duende, esa fuerza oscura y desgarrada que habita en lo más hondo del arte auténtico. El torero, lejos de ser un atleta o un actor, se convierte en oficiante: un sacerdote que convoca lo inefable en el círculo sagrado de la plaza.
Lorca entendía que sólo el arte atravesado por el dolor y el riesgo podía conmover verdaderamente. Y en ningún otro espectáculo humano contemporáneo vio ese cruce entre belleza y sangre, celebración y tragedia, con tanta intensidad como en la tauromaquia. “El duende —decía— ama el borde de la herida”, y eso explicaría por qué el toreo, cuando es auténtico, convoca no solo al arte, sino a lo sagrado.
Frente a las lecturas racionalistas o sociológicas del toreo, Lorca ofreció una mirada radicalmente estética y espiritual. La plaza, en su interpretación, no es un estadio ni un circo: es un templo donde se representa, una y otra vez, el viejo combate entre el hombre y su sombra.
Entre las múltiples aproximaciones culturales a la tauromaquia, pocas han alcanzado la densidad simbólica y poética que ofreció Federico García Lorca. En su ensayo Teoría y juego del duende, el poeta granadino no dudó en afirmar que los toros constituyen “la fiesta más culta que hay hoy en el mundo”, y se refirió a la corrida como un drama religioso. Para Lorca, el toreo no era un espectáculo superficial ni una forma de ocio vulgar, sino una liturgia pagana, cargada de misterio, belleza y destino.
Esa visión lorquiana —ni folclórica ni decorativa— sitúa la corrida en el plano del rito. Cada pase es un gesto que encarna vida y muerte; cada faena, una ceremonia que invoca al duende, esa fuerza oscura y desgarrada que habita en lo más hondo del arte auténtico. El torero, lejos de ser un atleta o un actor, se convierte en oficiante: un sacerdote que convoca lo inefable en el círculo sagrado de la plaza.
Lorca entendía que sólo el arte atravesado por el dolor y el riesgo podía conmover verdaderamente. Y en ningún otro espectáculo humano contemporáneo vio ese cruce entre belleza y sangre, celebración y tragedia, con tanta intensidad como en la tauromaquia. “El duende —decía— ama el borde de la herida”, y eso explicaría por qué el toreo, cuando es auténtico, convoca no solo al arte, sino a lo sagrado.
Frente a las lecturas racionalistas o sociológicas del toreo, Lorca ofreció una mirada radicalmente estética y espiritual. La plaza, en su interpretación, no es un estadio ni un circo: es un templo donde se representa, una y otra vez, el viejo combate entre el hombre y su sombra.