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Una de cada dos mujeres vascas ha sufrido violencia

La nueva Encuesta de violencia contra las mujeres y otras formas de violencia interpersonal 2024, realizada a 4.500 mujeres residentes en Euskadi, arroja una cifra alarmante: el 48,2% de las vascas entre 16 y 85 años afirma haber sufrido algún tipo de violencia a lo largo de su vida, dentro o fuera de la pareja.

A pesar de la magnitud del problema, las denuncias apenas alcanzan el 15% de los casos. Sin embargo, ocho de cada diez mujeres que sufren violencia confían su situación a amistades, familiares o personas del entorno cercano. Una de cada dos mujeres, según el estudio, ha experimentado agresiones físicas, además de psicológicas, sexuales o de control.

La campaña, de carácter interinstitucional, cuenta con la participación de Emakunde, EUDEL y las Diputaciones Forales de Álava, Bizkaia y Gipuzkoa.

La campaña permanecerá activa hasta el 25 de noviembre, coincidiendo con el Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, y se difundirá en televisión, radio, prensa, redes sociales y otros soportes publicitarios, con el objetivo de hacer visible un problema que aún permanece, en demasiadas ocasiones, oculto o normalizado.

Hay una violencia que no cuenta: la del terrorismo y sus compinches. En los pueblos no hacía falta decir nada: te miraban, y ya sabías que no eras bienvenido. Bastaba con vestir distinto, tener familia de fuera o no reír ciertas bromas. Esa violencia no se denunciaba, pero flotaba en el aire como el humo viejo de una hoguera. Por hablar solo de miradas. Pintadas, rayar los coches, insultors y hasta empujones no eran raros, a las mujeres, sí. pero esta violencia no consta para las estadísticas.

¿Y qué pasa con esta violencia, permanente, persistente? Mi amiga trabajaba en una oficina donde sabían que su hermano era concejal de Ciudadanos. De repente, los saludos se acortaron, las tareas se torcieron y las miradas se hicieron cuchillos. Nadie gritaba, pero el miedo estaba ahí, mordiéndote los días.

Con las mujeres era otra forma de violencia: comentarios, desprecios, el famoso “ya sabemos quién eres”. Y aunque no pasara nada más, cada paso por la calle era una prueba. Eso también es violencia, aunque no la reconozcan en los informes.

Atención, que aquí no incluyen la violencia de los terroristas de ETA, los de la kale borroka, y esas manadas de separatistas que se crecen para insultar y agredir a las mujeres que no lo son. Esto no cuenta como violencia contra las mujeres.

Hay una violencia que no cuenta. Lo peor era el silencio. Los vecinos que se daban la vuelta, los amigos que se cambiaban de acera. Todos sabían lo que pasaba, pero nadie quería mancharse. Ese miedo compartido nos pudrió por dentro durante años.

Había rabia, claro. Porque mientras unos hablaban de paz y reconciliación, otras seguían callando para no tener una pintada en la puerta. Aprendieron a bajar la voz, a hablar en susurros. Una sumisión lenta, aprendida, casi doméstica. Hoy sigue. Y no entra en las estadísticas.

Ahora hablan de “violencia estructural”, y está bien. Pero ojalá incluyeran también la otra, la que se respiraba en los bares y en los trabajos. Porque muchas familias vascas quedaron marcadas por pensar distinto, y esa herida aún no ha cicatrizado.

En el instituto no era distinto. Si tu padre era guardia civil o incluso funcionario del estado, las chicas sufrían una violencia que no quieren recoger las estadísticas oficiales: y las madres también.